viernes, 13 de diciembre de 2013

Entra en ....| El fabuloso mundo de Gonzalo Viana





De Gonzalo Viana se podrían decir miles de cosas, pero no bastarían para retratarlo. En él habitaban el artista, el hombre imaginativo dueño de un poderoso universo mítico, el viajero, el aventurero, el marino, el surfista pionero, la conciencia ecologista precursora y una personalidad única que lo hacía diferente, inaprensible y cercano a la vez, inquieto y flemático, cosmopolita y asceta, mordaz y angelical. Murió joven y vivió al día. Iba y venía, y siempre traía relatos extraordinarios que contaba sin darse la menor importancia. Dibujaba, pintaba y, sobre todo, esculpía. Esculpía en granito, barro o madera y, con el producto de la venta de las piezas, volvía a irse y se instalaba durante meses, o años, en lejanas playas tropicales de Brasil o en el Caribe venezolano.
Así pues, no es fácil seguirle el rastro, ni vital ni artístico, y siempre quedarán lagunas. De momento, habrá que conformarse con la muestra Gonzalo Viana. Mito, fábula e distopía, un intento de reconstruir su carrera y aproximarse a su libérrima personalidad. La exposición, que arranca hoy y se alargará hasta el 19 de enero, será comisariada por Rosalía Pazo Maside en la Casa das Artes de Vigo, ciudad en la que pasó algunos años de su vida. Abarca la etapa inicial, ligada al grupo neofigurativo Sisga; sus esculturas entre mitológicas y fantásticas, sus dibujos cercanos al mundo del cómic y otros de carácter satírico, además de carteles, postales e ilustraciones para revistas. La exposición se completa con un documental de José Garnelo y un catálogo con fotografías de Xoan Piñón.
Gonzalo Viana Zulaica nació en Bilbao en 1950. Su padre, Herminio Viana Conde, decía que aquel había sido un buen año. Había nacido su único hijo varón y había aprobado las oposiciones a práctico del puerto coruñés. Podría volver a su tierra.
Allí creció Gonzalo y, tras estudiar en los Maristas, hizo Naútica y se enroló en varios mercantes. Paseaba el dóberman que guardaba la caseta de los prácticos y salía en velero con su padre. Con él disfrutó del Celina, un barco de diez metros de eslora hecho por un carpintero de ribera de Cedeira, sobre el que Gonzalo contaba una historia asombrosa, que reproduce José Antonio Mera un antiguo farero y viejo amigo de ambos.
Pertenecía a un médico que, nada más comprarlo, había decidido venderlo. Gonzalo fue a probarlo. Con el médico y un mecánico, salieron a la mar y, en plena travesía, frente a unos acantilados, el motor se paró. No llevaban velas ni radio ni bengalas para pedir auxilio, y se hizo el pánico, menos para Gonzalo, que miraba a la costa y calculaba el tiempo que el barco tardaría en estrellares. Vio que, periódicamente, había olas que no rompían contra el acantilado. Se calzó las aletas que había usado para reconocer el casco, y se lanzó a nadar. Cuando, tras unas cuantas millas, llegó la ola adecuada, se mantuvo en su cresta y ganó el acantilado. Ascendió y, en la cima encontró el único coche. Después del rescate el médico, en agradecimiento, le vendió el barco a precio de saldo.
Gonzalo sabía mucho de olas. Las conocía bien. Él y su amigo de la infancia Miguel Camarero fueron los pioneros del surf en la Galicia de los años sesenta, cuando aquí no vendían tablas y tenían que fabricárselas con instrucciones de la revista Mecánica Popular. Hasta que en 1969 conocieron al asturiano Félix Cueto, que los puso al día en la práctica del surf.
Camarero recuerda que tenían que entrar en el agua por turnos con la única tabla de Cueto. Y los viajes en auto-stop con el pesado armatoste, las heridas que les hacían las primeras maderas o las tiritonas al regresar con la ropa mojada.
Era ingenioso y lo mismo podía hacerse una tabla de surf que un horno bajo la arena de la playa de Melide, cuando vivió en la isla de Ons, para cocer sus figuras de barro. O incluso coger unas conchas de berberecho, introducir en ellas una pequeña bola de barro y poner una diminuta banderola con el lema ´Non á contaminación da ría´, y venderlas en la calle, recuerda Xoan Piñón, en 1972, cuando ni se hablaba de ecologismo.
Hacia 1995, ya enfermo, quiso seguir buscando un lugar propicio. Se fue a Venezuela y, en San Juan de los Galdones, tuvo por hospedaje Las tres carabelas. Allí siguió esculpiendo y construyó un barco, el Raña cu, con el que pretendía pasear a turistas en un sitio donde no los hubiera. Así era Gonzalo Viana, que nunca se las dio de artista y por eso, dice Tim Beherens, era un escultor desconocido. Volvió a Galicia en Navidad de 1996 y 6 meses después murió un día en el que nadie lo esperaba. Su pétreo Hércules en la nave de los argonautas, al pie de la Torre, lo recuerda.

Texto : Isabel Bugallal 

Fotografia : Donatienne

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